viernes, 22 de julio de 2016

LOS CRIOLLOS PROGRESISTAS

Homenaje de Fiestas Julias

LOS CRIOLLOS PROGRESISTAS Y LOS INDIOS

Por Juan José Vega

Lentamente se va disolviendo la animadversión entre los criollos y los indígenas del Perú, aunque quisiéramos que este proceso criollo fuese más rápido en aras de la integración nacional. Tal vez nos ayude saber que muchos de ellos han aportado vigorosamente a la fraternidad peruana.
Es común echar en un solo saco a todos los criollos del Perú. Esta actitud es injusta. Se cuenta con manifestaciones de un anhelo solidario entre todos los nacidos en nuestro suelo; marcadamente aquel empeño procede en lo fundamental de los criollos pobres de las capas medias. El primer grito resonante en tal sentido lo lanzó Mariano Melgar, en plenas guerras de la Independencia. Aquel prócer fusilado en Umachiri en 1815 (poeta, ideólogo, profesor, músico, jurista, soldado) expresó su sincera solidaridad con el indio en muchos escritos y particularmente en la Oda a la Libertad, en la que expresa de sus compatriotas más oprimidos "cautivos habéis sido en vuestro suelo".
Melgar es la principal figura de nuestra Independencia y respaldó con su vida y su lucha heroica tales palabras. Igual los próceres criollos tupa-camaristas caídos en combate, como P.F. Bermúdez.
Pero estos heroicos ejemplos no fueron suficientes para convencer a la estólida aristocracia peruana. Así, los nobles de Lima imploraron a San Martín (su enemigo de escasos días atrás) que los montoneros que rodeaban Lima no participasen de las ceremonias del 28 de julio de ese 1821. Sólo ingresaría una pequeña unidad simbólica al mando de Francisco de Vidal, futuro General y Presidente. Razones de Estado guiaron esta condescendencia del caudillo libertario. Percibía que la mitad de Lima, que era afro-peruana, también era opuesta en su mayoría a tal presencia a causa de viejas rivalidades étnicas. Y en las clases medias criollas ("los blancos pobres") y mestizas primaba escasa simpatía hacia los guerrilleros, quienes eran fundamentalmente indios, sobre todo de las cercanas provincias de Huarochirí y Canta.

Clamor indigenista

Varios pensadores en la Colonia fueron precursores del indigenismo. Al fraile limeño Buenaventura de Salinas tuvieron que exiliarlo en el siglo XVII.
Instalada la República, el más alto grito del clamor indigenista lo daría el tribuno Manuel González Prada, a pesar de que pertenecía a familias coloniales. En su artículo precisamente titulado "Nuestros Indios" habría de denunciar las tropelías con que constantemente amagaba "la República" a esa capa étnica. Con indudable pesimismo en lo tocante a una fraternidad peruana –por lo menos en las condiciones que vivió– el apóstol manifestaba: "El indio se redimirá merced a su esfuerzo propio, no por la humanización de sus opresores". Aludió también a las masacres que se dieron en su época, como las de Amantani, Ilave y Huanta.



González Prada fue el principal defensor de los indios.

A González Prada se le considera el mentor intelectual del pensamiento de avanzada del Perú en las décadas iniciales del siglo XX; particularmente influenció al ideólogo V.R. Haya de la Torre, un aristócrata trujillano que se convirtió en líder popular y quien, desde su exilio en Berlín, reclamaría, en 1924, contra el olvido de la egregia figura de Túpac Amaru. Otro dirigente de pura sangre europea es Fernando Belaúnde, quien propiciara un acercamiento a los campesinos indios mediante Cooperación Popular (minga) y a la acción de los reyes Incas con su libro "El Perú como Doctrina", verdadero canto a la actuación planificadora del Cuzco Imperial.
Por esos mismos tiempos florecieron las obras de dos indigenistas criollos notables: Luis E. Valcárcel y Jorge Cornejo Bouroncle.

Los intelectuales

Muchos de los más destacados intelectuales "blancos" crearon obras de defensa de los valores indígenas; es el caso de Ciro Alegría, quien con su "El mundo es ancho y ajeno" alcanzaría renombre universal (no mencionamos acá a José María Arguedas porque era mestizo y hasta se reclamaba indio). En la música criolla resulta imprescindible mencionar a Alicia Maguiña, no solamente por los versos de sus canciones, sino por sus actitudes en pro del folclore andino. Otros artistas se han inspirado en el mundo indio, como José Sabogal con sus cuadros y Juan Ríos con sus obras teatrales.

Entre militares

En el siglo XIX un militar progresista, el coronel Narciso Aréstegui, de la tradición social de Ramón Castilla, había escrito "El padre Horán", la primera obra literaria indigenista; mientras el coronel Pedro Ruiz Gallo, uno de los héroes del 2 de Mayo y de la Guerra con Chile, reivindicaba con sus pinturas a Túpac Amaru. Por su lado, el comandante Julio Guerrero (el militar más culto en la historia del Ejército Peruano), secretario del Mariscal Andrés A. Cáceres, elaboraba proyectos sociales diversos y escribía sobre el valor bélico montonero frente a Chile. En el Perú del siglo XX se tiene que considerar al Presidente General Juan Velasco Alvarado, que dictó la Reforma Agraria (llegó a llorar de rodillas al lado de una anciana indígena), al Mayor Teodomiro Cuevas "Rumimaqui", quien dirigió una sublevación aimara y cuyo rastro "desapareció"; y al General Antonio Rodríguez, Presidente por unas horas, hasta que fue ametrallado en palacio. Personajes de décadas más recientes son el Mayor Víctor Villanueva y el General Felipe de la Barra, que inició la tarea de presentar las luchas de los capitanes incaicos frente a los conquistadores.
Entre los defensores del indio destaca el rico y culto puneño Coronel Juan Bustamante. Personaje que viajó por todo el mundo, se halló en condiciones de observar mejor la postración del pueblo aborigen. Habría de resumir sus experiencias en obras nacidas en 1845, primero en Lima y luego en Francia. Llegó a dirigir una sublevación indígena. Fue asesinado.

Las desconfianzas

Además los indios, con razón, siempre desconfiaron del grueso de las opiniones criollas (es que eran volcadas por los políticos). Tal actitud empezó cuando el Congreso Constituyente de 1822 lanzó un manifiesto a los indígenas del país, en el que decía "no os asombre que os llamemos hermanos". El campesinado y otros sectores tomaron con recelo ese canto de sirena, que sin duda no reflejaba el sentimiento de la mayor parte de los asambleístas criollos reunidos en Lima; que pronto desmentirían, muchos de ellos, tan sonoras palabras con sus hechos. En cambio los indios habían acogido el llamado de los hermanos Angulo, que junto a Pumacahua se sublevaron en 1814-1815; vale decir, poco antes.
Convengamos pues en que la unidad real es asunto de suyo muy complejo; es un problema de cultura y comunicación, que hoy solamente la escuela puede proporcionar. Salvo que se busque la destrucción de toda la cultura andina, la mestiza y la afroperuana para crear un "peruano" sin pasado alguno, amorfo e incoloro; juego en el cual parte de los educadores podría estar cayendo sin darse cuenta.
Otro día veremos los puentes hoy tendidos entre las colectividades indígenas y las mestizas; son más que los que existen entre criollos e indios, pero aún insuficientes para conformar un Estado fuerte, con libre cohesión.

 (Publicado en el diario “La República” de Lima, Domingo 30 de julio del 2000).



jueves, 13 de septiembre de 2012

HISTORIA Y EVOLUCIÓN DEL "AMA SUA"


La necesidad actual del “No Mentir, No robar, No Ociosear”

HISTORIA Y EVOLUCIÓN DEL AMA SUA

Por: Juan José Vega

Cualquier peruano apostaría su mano derecha a que el «ama sua, ama llulla, ama quella» fue algo así como el decálogo aplicado por los Reyes Incas en el Imperio que crearon, el cual se traduce como «no robes, no seas ocioso, no mientas».

Siempre sospechamos que el «Ama sua...» correspondía a la Historia Oficial que para los Incas creó el indigenismo romántico; pues de tratarse de un código jurídico tendría que haber sido mencionado por los cronistas del siglo XVI. Pues no es así. Ni siquiera consta en los libros de los nacidos en el Perú, los quechuas Guaman Poma y Sta. Cruz Pachacuti Yamqui; o en los creados por los mestizos Garcilaso y Blas Valera. Tampoco existe rastro alguno en las crónicas españolas, que suman más de un centenar.

¿Cómo nació el Ama Sua?
Consideramos que bastante tiempo después; tal vez al comentar los criollos indigenistas coloniales la índole honesta, bondadosa, obediente y laboriosa que observaron en los quechuas y aimaras en el seno de las haciendas que poseían o en las propias comunidades campesinas; es visible en estos sectores dominantes una relativa simpatía y hasta admiración por la obra autocrática cumplida por los reyes Incas. Pero sea como fuere, el primer indicio en torno al supuesto código lo contemplamos en las páginas de M. L. de Vidaurre (ese habilísimo oportunista que desertó de la revolución de los Hermanos Angulo). Vidaurre, personaje de alta inteligencia, había radicado en el Cuzco entre 1810 y 1814, vinculado, desde 1uego, al indigenismo criollo local. Entre otras tradiciones que recogió del ambiente nos relata «su modo de saludar era no robarás; se contestaba: no mentirás». No sabemos de dónde extrajo esa ¿imaginativa? versión, que no consta en ningún otro sitio.

El gringo Miller
Y allí habría quedado el asunto hasta que intervino un peruanista insigne que llegó a Mariscal, con sus veintitrés cicatrices. Nos referimos a Guillermo Miller, prócer en su juventud de las guerras de la Independencia y que en el Cuzco (en 1825 y 1835) se adentró en la cultura incaica (aún más, él fue el primero de los estudiosos tupamaristas, y llegó a traducir y publicar al inglés proclamas del gran caudillo andino). Pues bien, ese inglés que aprendió algo de quechua, que mascaba coca y usaba poncho, se había familiarizado con el mundo indígena al convertirse en jefe máximo de las montoneras andinas antiespañolas durante la época de Simón Bolívar. De sus estudios y quizás de su análisis del temperamento de los guerreros quechuas que lo seguían extrajo quizás algunas conclusiones que habría de publicar en las Memorias que dictó a su hermano:
«En la educación de los peruanos, el código mixto de moralidad y legislación era tan simple como útil a la mayoría. Tres concisos preceptos formaban la base de todo el sistema: AMA SUA, AMA QUELLA, AMA LLULLA. No hurtarás, no mentirás, no estarás ocioso. Sobre estos tres principios cardinales estaba fundado el código de sus leyes.» (Memorias del General Guillermo Miller. Tomo II, Capítulo XXVI, pág. 197).

Markham: al quechua
Una mayor difusión mundial del supuesto precepto educativo la daría otro ilustre peruanista, inglés como Miller. Fue Clement Markham, hombre que viajó extensamente por diversos lados del Perú y que aprendió bellamente el quechua (el quechua de ese tiempo, infinitamente más rico que el de ahora). En su famoso libro «Lima and Cuzco» (aún no traducido) que se editó en Londres en 1856, se refirió a los mandamientos incaicos, pero considerando ya cinco (tendencia numérica que se repetiría después). La versión es ésta:

I.          Ama quellanquichu       Thou shalt not be idle.
II.        Ama llullanquichu         Thou shalt not lie.
III.       Ama suanquinchu         Thou shalt not steal.
IV.       Ama huachocchucanqui           Thou shalt not commit adultery.
V.        Ama huañu chinquichu Thou shalt not kill (p. 205).

Markham, como se aprecia, tradujo a la perfección las normas al quechua (y por supuesto al inglés) y sumó dos: «no seas adúltero; no seas asesino», y dio otro paso: convirtió los preceptos en «edicts of the Incas». Pero sus escritos no gozaron de tanta lectura. En cambio, las Memorias de Miller tuvieron amplia difusión en Europa; libro que constituye la mejor versión de la Independencia del Perú, escrita por un actor y testigo de todos los hechos. Llegarían así a muchos ámbitos académicos. Entre ellos, a los de Cesare Cantu, famoso historiador italiano y autor de una Storia Universale, que fue por años best seller en múltiples idiomas.

Este incluyó en esa vastísima Storia de varios tomos los preceptos de Miller. No fue pues Cantu «el inventor de la manida fórmula de las tres prohibiciones» como se ha sostenido hace poco.

Pero todo este proceso del Ama Sua se desenvolvía sólo en esferas europeas, aunque parezca mentira (Miller, Markham, Cantu, etc.). Pero a finales del siglo XIX un erudito quechua, nacido en Ayaviri, Gabino Pacheco Zegarra, reiteró los tres principios que Miller expusiera como base doctrinal del derecho consuetudinario incaico y que luego Markham había traducido. Fue un gran avance.

El impulso que dio Haya de la Torre
Todos los biógrafos de Haya coinciden en la decisiva influencia indigenista en la formación de la doctrina del Apra. Su creador bebió ese incaísmo o andinismo en su juventud primera. No solamente radicó un tiempo en el Cuzco; también viajó por varias de sus provincias más remotas. En los círculos universitarios cuzqueños aprendería en la lengua quechua el trílogo del ama sua... Pero hasta entonces esa frase no pasaba de ser tema de personas cultas.

El gran impulso para la difusión de la hoy célebre norma recién lo daría Haya o el Apra en 1934. Por entonces este partido era —como nadie lo duda— el mayoritario del país. El 6 de enero, en plena clandestinidad, la Fracción Aprista Juvenil (FAJ) aprobó la consabida frase del «ama súa...» colocándola como emblema bajo el signo: «Esta es tu ley». Con la vasta red organizativa aprista, el mandato quechua se propagó extensamente, auspiciado por las orientaciones indigenistas que preconizaba Haya en esos años. Y Luis Alberto Sánchez, otro dirigente aprista, repitiendo al mentado Vidaurre, sin más consulta, agregó que la frase era «un saludo». Tal cual se puede leer en su Historia de América.

Para entonces, Haya había colocado el lema en el Plan Económico, por lo menos en el impreso en octubre de 1945.

Luego el caudal de uso se multiplicó torrentosamente. La frase ha sido aumentada y deformada en distintos modos a lo largo de este siglo. Así, el arqueólogo indigenista Toribio Mejía Xesppe agregaba Ama Sipi, Ama Maqlla: no seas asesino, ni afeminado (conforme lo recogió Federico Kauffman). No sólo se trata de libros y de proclamas. También pasó a una plaza del Cuzco actual, dio nombre a un Congreso Nacional de Folklore y hasta fue lema del Congreso de Campesinos de La Paz en 1993 y de un candidato presidencial en Ecuador.

Por cierto, la fórmula se ha mantenido como sacrosanta en varios niveles académicos contemporáneos. Así, en el VII Congreso del Hombre y la Cultura Andina (Huaraz, 1987), Lorgio Guibovich presentó una ponencia en torno al «Ama Sua» bajo el nombre de «La Educación y la Moralidad en el Mundo Andino», brindando, inclusive, una variante más, al sumar una regla: «Ama mappa», seguramente recogida de tradiciones orales, significa «No seas sucio».

Desde luego, las escuelas y colegios han difundido todas las supuestas normas incaicas del Ama Sua en las comunidades campesinas, a partir de textos escolares de Historia del Perú.

¿Y la Antropología?
Pues nada. Ningún antropólogo ha encontrado esas pautas en los más distantes ayllus de los Andes. Ni siquiera en K’eros, remoto paraje del Cuzco, a donde concurrieron destacados antropólogos, como Efraín Morote Best, Oscar Núñez del Prado, Josafat Roel y Demetrio Roca Wallparimachi, para estudiar todas las formas de cultura viva en ese enclave quechua. Pero, eso sí, en aquel pueblo (como en miles de otros núcleos agrarios populares) nadie robaba (ni puertas había), nadie estaba ocioso y nadie mentía. En otras palabras, no se requería un código. La costumbre hacía Ley.

Norma peruana
Ahora bien, en un país como el nuestro, donde existe tanto ladrón de cuello y corbata que da el mal ejemplo; tanto ocioso también, que vive del trabajo ajeno; y ahora último, tanto mentiroso, no va de más la vigencia de los tres principios que el Perú y los peruanos han elaborado poco a poco durante la Colonia y la República. Porque en nuestro todavía desdichado país «la mentira es una virtud política» (en varios círculos), como alguna vez dijera aquel superentrevistador que es Mario Campos, refiriéndose sin duda a criollazos, achorados y politicastros, que parecen ser congénitamente falsos.


(Publicado en el diario “La República”, pp. 38-39. Lima, Perú, domingo 26 de marzo del 2000).

martes, 11 de septiembre de 2012

NO A LA IMPUNIDAD


Por Juan José Vega

“Perú, país sin crimen ni castigo”, acostumbraba a decir Jorge Basadre, parafraseando a Fedor Dostoyewsky y su más célebre novela. Sin crimen, claro, porque una blanda sociedad todo lo disimulaba y fingía entenderlo; y sin castigo, porque nuestro país era el reino de la impunidad, a causa de una mezcla de indiferencia y de pasividad.

Contra esta concepción nada pudo la herencia incaica, en la cual se condenaba a quienes atentasen contra el patrimonio estatal, a ser colgados de un pie hasta que muriesen, entre convulsiones, de hambre y de sed, entre humazos de ají. Además de nada han servido unos pocos intentos moralizadores. Ni la energía revolucionaria de Simón Bolívar, imponiendo pena de muerte para quienes robasen de diez pesos para arriba, ni el ímpetu reaccionario, pero honesto, de Felipe Santiago Salaverry, restableciendo la pena capital para el mismo delito. Y menos el anhelo de Túpac Amaru con sus "leyes fuertes". Tampoco la integridad moral de varios mandatarios que jamás tocaron un centavo ajeno. Ni del Fisco ni de nadie.

Uno de los más cultos europeos venidos al Perú durante el siglo pasado, el alemán Ernst Gerstaecker, en 1864 afirmaba sin tapujos que, desgraciadamente, "es casi imposible descubrir en este país una combinación, pues todo está tan firmemente coludido y tan intrincadamente, que nadie se atreve a golpear en las podridas vigas, por temor de hacer caer todo el edificio sobre su cabeza".

Magnifica metáfora. Pero también hubo testimonios de acá.

Cierto Gran Mariscal del Perú, de cuyo nombre no queremos acordarnos, dijo casi lo mismo respecto al presidente General Agustín Gamarra, sosteniendo que éste (cuya historia está por escribirse) montó una verdadera organización de pillaje del Erario Nacional. Para este "descarado saqueo" —decía— ha sido necesario que se combinen en una compañía de malhechores las mayorías legislativas, el Consejo de Ministros, el Presidente del Tribunal de Cuentas, el fiscal y en fin todos los de las prefecturas.

Precisamente, sobre un período similar escribió el coronel Juan Espinoza, héroe de Maipú, Chacabuco, Junín y Ayacucho, que el Perú había caído en el abatimiento, "hasta el extremo que los bandidos, condenados por los tribunales a presidio y a la pena capital lo gobiernen, lo manden, dirijan sus elecciones y hasta lo proclamen en lenguaje soez"; tal anotó en su olvidado "Diccionario para el pueblo".

Amadeus Frezier, uno de los más sagaces franceses que visitaron el Perú durante el siglo XVIII, decía: "no hay país donde la justicia sea menos severa" (II, 438).

Y es verdad
 El mal, pues, es antiguo, como decíamos; y cabe subrayar que esa tolerancia daña al conjunto social; "justificar a los malos es castigar a los buenos" reza un adagio jurídico de los tiempos del Cid Campeador.

Felipe Bauzá, un español que nos visitó a mediados del siglo XVIII, decía de los criollos "que son complacientes en extremo y desde que se hace público un delito todos conspiran a ocultar al reo, a disculparlo y hasta a empeñarse en su defensa".

Todo se soportaba únicamente a cambio de que hayan cuidado las formas.

Las formas, sí. Porque los criollos somos puntillosos en eso. Y hemos dado plena vida a una frase siniestra: "Dios perdona el pecado, pero no el escándalo". Contra todo esto hay que luchar.

Además, las leyes pueden ser amarradas, legalmente. "Ustedes redacten nomás la ley y a mí déjenme el reglamento", ordenaba un viejo líder parlamentario ante una medida contraria al grupo. El Reglamento del Congreso, por ejemplo, hace muy lentos los antejuicios. Los plazos para tramitar las denuncias constitucionales contra las altas autoridades públicas, establecidos en el referido Reglamento, están desfasados con respecto a la celeridad procesal de las nuevas leyes anticorrupción.

Ya el poeta Caviedes en la Lima del siglo XVII se había referido en verso a ese tipo de norma jurídica: "más torcida que una ley/cuando no quieren que sirva".

Pero no se puede ir contra la ley en un gobierno democrático aunque sea para perseguir la depravación. Este debe ser el dilema que va resolviendo Valentin Paniagua, Presidente de la República, en el complicado ajedrez que es el Perú hoy. Además se nos ocurre que quizá sepa que "en el Perú nada se clava; todo se atornilla". "El tiempo y yo valemos dos", decía Napoleón, con todo su poderío.

El más famoso caso de peculado sucedió cuando el terrible escándalo de la Consolidación de la Deuda Interna. Castilla había heredado este problema de otro Presidente, el General J. R. Echenique, a quien derrocó pues durante cuyo mandato se robó cifras muy superiores a un Presupuesto Nacional íntegro. Castilla habría tenido que guardar en chirona a miles de ciudadanos de las clases altas y medias, empezando por el ministro de Guerra (quien acabó fugando a París), todas ellas enriquecidas groseramente en unos pocos años a costa de falsificar documentos y sobornar testigos falsos con objeto de aparecer como acreedores del Estado, por una cifra superior varias veces al monto del Presupuesto Nacional.

Gatos despenseros
 Tan monumental ratería era provocada por los fabulosos ingresos del guano y el hecho de que —como recientemente— "los gatos hicieran de despenseros"; vale decir que quienes tenían como deber velar por la riqueza fiscal eran quienes delinquían. El Perú perdió esa vez su gran opción de modernizarse y quizá transformarse en un país capitalista. Pero esta ya es otra historia.

La tolerancia
 La verdad fue que nuestro Ramón Castilla deseaba, de buena fe, crear una clase capitalista en el país, al estilo de las europeas. Pero si era bueno con el sable, no lo era tanto con la Economía; al parecer desconocía que la burguesía no se forja así, sino trabajando todo el día. Sobre Castilla, que, como todos sabemos, "murió pobre", apuntó lo siguiente un conservador modernizado, José Gálvez, nieto del héroe: "como buen criollo tenía interés en que no hubiera verdadera sanción y no le gustaba extremar las cosas".

En fin, las "medias tintas" han causado harto daño cívico al país, tal como lo recuerda, varias veces, Jorge Basadre.

Por eso, casi todos los gobiernos han sido permisivos ante el delito fiscal. Haya de la Torre señalaba en 1924, quizás con alguna exageración, que el noventicinco por ciento de las fortunas aquí habían sido amasadas con el saqueo del Estado; aunque se debe mirar a que parece que él se refería también a los tiempos coloniales.

Los de uniforme
Gente honesta de uniforme la hubo siempre; ahora también. Una breve reseña histórica en orden cronológico tendría que incluir al olvidado prócer de la Independencia, el primer Mariscal del Perú, Toribio de Luzuriaga, verdadero héroe de la libertad de América, quien terminaría suicidándose en la miseria y el exilio. Al Mariscal Domingo Nieto, que salvó el honor del Perú batiéndose a lanza con el hercúleo Camacaro, durante la guerra con Colombia, dejó como toda herencia su caballo de guerra. A Ramón Castilla. Al coronel Narciso Aréstegui, creador de la novela indigenista. Al coronel Juan Bustamante, asesinado por asfixia, por defender a los indios en Puno. Al Mariscal Andrés A. Cáceres, que perdió casi todas sus propiedades cuando la resistencia en La Breña. Por supuesto a Grau y Bolognesi, que trabajaron por su cuenta como capitán mercante uno y como explorador cascarillero el otro, cuando se distanciaron de sus instituciones. A Leoncio Prado, Alfonso Ugarte e Isaac Recavarren, que incluso aportaron de su peculio durante la guerra con Chile. Al mayor Teodomiro Gutiérrez Cuevas, desaparecido al finalizar una de las rebeliones puneñas, a cuya cabeza se colocó adoptando el nombre de Rumimaqui. Al Comandante Gustavo "Zorro" Jiménez, que resistió la expulsión del Ejército por Leguía, trabajando como camionero, y luego se sublevó contra la tiranía de Sánchez Cerro; acabó metiéndose un tiro antes que rendirse. Al comandante Julio Guerrero, incorporado al Estado Mayor Alemán por Luddendorf, y luego autor de una veintena de libros, en varios idiomas; que falleció en la pobreza. Al General Antonio Rodríguez, quien intentó librar al Perú del fascismo del Mariscal Benavides y murió en el empeño, ya en Palacio. Al Capitán José Abelardo Quiñones, símbolo máximo de la aviación. Al Coronel Arturo Hernández, autor de "Sangama" y fogoso líder descentralista. Al General César Pando Egúsquiza. Al General Carlos Giral. Al General José del Carmen Marín, fundador del CAEM y hombre de pensamiento moderno. Todos ellos y otros más son emblema de miles de oficiales de hoy que rechazan tajantemente la corrupción. Son también los vejados por los delincuentes con uniforme de hoy.


(Publicado originalmente en el diario “La República”, p. 25. Lima, Perú, domingo 14 de enero del 2001).

domingo, 29 de abril de 2012

LA PARTICIPACION FEMENINA EN EL EJERCITO PERUANO


Un ejemplo de la barbarie chilena desatada durante la guerra contra el Perú de 1879-1883: EL REPASE, que lleva el sello inconfundible de la soldadesca chilena, conformada mayoritariamente por elementos del hampa o con mentalidad delincuencial. El gobierno de Chile reclutó sus tropas de los bajos fondos de la sociedad chilena, por eso los soldados chilenos se dedicaban, luego de las batallas, a asaltar, robar, violar, destruir y asesinar. Se pretende disculpar estos hechos aduciendo que “en toda guerra ocurre siempre eso”; pero esto es una media verdad: en otras guerras de países “civilizados”·, ciertamente esos excesos se pueden dar, pero no de una manera sistemática e institucionalizada; en el caso de la mal llamada “guerra del Pacífico”, la barbarie chilena fue la regla general, tolerada e incentivada por sus propios dirigentes. No existe otra nación de América que haya practicado ese tipo de guerra en tiempos contemporáneos con otra nación supuestamente “hermana”; no hay duda que por eso y por mucho más actitudes demostradas con otros países vecinos, Chile es el auténtico JUDAS de Hispanoamérica, cuya perfidia difícilmente podrá ser superada en esta parte del mundo


.

LA PARTICIPACIÓN FEMENINA EN EL EJÉRCITO PERUANO
Por: Virgilio Roel Pineda

Una de las muchas diferencias relevantes existentes entre el poderío militar de Chile, enfrente del Perú y Bolivia, fue el referido a los sistemas logísticos. Los mandos chilenos incorporaron en su sistema logístico toda la experiencia europea, aunque por razones de incapacidad propia, no lo hicieron siempre bien; pero en fin, había una organización que programaba el aprovisionamiento alimenticio y de vitualla militar, con previsión del espacio y teniendo en cuenta el sostenimiento de las tropas con los medios existentes en el lugar; en el lenguaje chileno, este término quería decir robo y saqueo de las poblaciones que fueran siendo ocupadas.

El robo y el saqueo fueron una práctica que se impuso en el ejército chileno de una forma tal, que el procedimiento se utilizó como un señuelo de la soldadesca, a la que se le ofreció como atractivo que ejercieran la práctica bárbara y bestial del saqueo, y como gran parte de esas tropas provenían del hampa o tenía mentalidad delincuencial, la soldadesca chilena se lanzó a la guerra buscando el momento de asaltar, robar, violar, destruir y asesinar. Por supuesto que los mandos cumplieron casi siempre su promesa de dar libre curso al saqueo, lo que hizo que en muchas ocasiones las orgías homicidas de las tropas chilenas pusiera en peligro la misma seguridad de los cuerpos castrenses; ese fue el caso, por ejemplo, de la noche y el día en que fue saqueado, incendiado y destruido Chorrillos, ocasión en que los soldados chilenos, en la cúspide de su dantesco festín, se asesinaban entre ellos, porque ya habían acabado con la población civil indefensa, contándose 300 muertos chilenos por tal desenfreno; en ese momento, Cáceres estaba seguro que un ataque peruano pudo haber aplastado a los invasores, sobresaturados de licor. Un indicador del estado de ánimo de esas tropas lo expresa el hecho que, cuando los mandos chilenos se comprometieron ante el cuerpo consular a no saquear Lima (después de la batalla de Miraflores), tuvieron dificultades con sus tropas porque éstas querían que sus jefes cumplieran su promesa de permitirles el saqueo, el incendio, la destrucción y el robo de la capital peruana. Esta inclinación básicamente criminal es la que siempre conservó y cultiva el ejército chileno.

La logística del ejército peruano, en cambio, era rudimentaria y, además, su administración era ejercida sin mucha honradez por los habilitados. Por eso, con mucha frecuencia, había falta de vituallas y de alimentos; y como la cocina era habitualmente mal conducida, simplemente la fuerza armada peruana no hubiera podido existir sin la (compañera del soldado. Esto no es una frase, es una inconmovible realidad histórica: hasta fines del Siglo XIX, los ejércitos peruanos no habrían podido supervivir, o mejor digamos, no serían siquiera imaginables sin esa india modesta que iba tras su marido o su compañero que había sido enrolado; ella no pidió nunca nada, ni reclamó ningún reconocimiento y siempre estuvo dispuesta a realizar toda clase de sacrificios. Sus antecesoras son las esposas de los soldados que en el incario iban a todas las campañas, porque el ejército tawantinsuyano en esto fue, como en muchas cosas, excepcional: era mixto, femenino y masculino; nunca el soldado inca podía ir solo al combate, porque la unidad hombre-mujer tenía que estar siempre presente. Esta es una de las causas que explican la generosidad, el respeto y la casi suavidad con que los incas condujeron su política militar. Después, en los largos años de la colonia, la mujer vuelve a tomar su papel activo en las fuerzas libertarias, siempre al lado de su compañero, atendiéndolo, pero también combatiendo a su lado con singular bravura, tal como lo haría en todas las guerras republicanas.

En la Guerra del Salitre nuevamente la vemos preocupándose de la alimentación del soldado, así como de su atención general; va con los reclutas a los arenales de Tarapacá y asiste a los combates, atiende a sus heridos y entierra a sus muertos; y sin tiempo siquiera para disfrutar del triunfo, participa en la terrible marcha a través del peor desierto del mundo, para alcanzar Arica; en el trayecto, mientras la tropa acampa de día, ella busca hierbas y caza animales para improvisar una magra pero salvadora comida, y sin tomarse ningún descanso, cura a los heridos y a los lacerados, y cuando llega la noche se echa al hombro los menajes, los recipientes con el poco liquido que había conseguido y ayuda llevando parte de la impedimenta; con toda esa carga ala espalda marchó con pies descalzos al paso persistente y uniforme de la columna. Y como si todo eso fuera poco, saca energías no se sabe de dónde, para ayudar a los soldados rezagados y para dar aliento a quienes llegaban al límite de su resistencia; y cuando, tras la infernal marcha, los sobrevivientes arribaron al puerto de Anca, esas mujeres sublimes se desprendieron de las formaciones, porque estaban demasiado ocupadas para recibir los homenajes que se prodigaron a los héroes.

Esas increíbles mujeres asistieron a toda la campaña de Tacna; muchas murieron en los campos del Alto de la Alianza (o del cerro Intiorqo). Tampoco faltaron a la cita del Morro de Anca; en su notable humildad, asistieron al drama con enorme valor; probablemente se inquietaron algo por lo que habría de venir, pero ninguna faltó al combate del Morro, efectuado el 7 de junio de 1880: permanecieron firmes durante el asalto enemigo y muchas murieron defendiendo a sus compañeros, cuando fueron objeto del repase a cuchillo; en todo caso, ninguna retrocedió. Dando fe de su heroicidad infinitamente modesta, 300 de estas mujeres cayeron como prisioneras de guerra, a manos del enemigo.

Debido a las gestiones realizadas por el Presidente de la Asociación de la Cruz Roja, J.A. Roca, esas 300 mujeres, prisioneras de guerra, fueron embarcadas en Arica con destino al Callao, a donde llegaron el 22 de junio. En este puerto, tomaron sus pocas pertenencias y así como lo habían hecho las indias apresadas en Pisagua y San Francisco, calladamente tomaron el camino de sus pueblos, a donde llegaron a pie. Sus nombres ni siquiera son recordados, y si alguien los registró, pronto fueron echados al olvido, sin que jamás ellas reclamaran.

Pero tampoco se recuerdan los nombres de esas otras indiecitas, tan amorosas y tan inacabablemente heroicas, que acompañaron a los reclutas que defendieron Lima, ni a las que hicieron toda la campaña de la Breña. A ellas tampoco les importó que sus nombres fueran incluídos en alguna lista; para ellas, vivir sacrificada y heroicamente era un deber que lo asumieron con desconcertante simplicidad.

Y como si el olvido no fuera suficientemente ingrato, ciertas gentes pretendieron ridiculizarlas llamándolas «rabonas»; a ellas cuya grandeza contrasta con la pequeñez de quienes así las han tratado siempre.

(Tomado de: Historia del Perú. Independencia y República. En el proceso Americano y Mundial. Pág. 208-210. GH Herrera Editores).

domingo, 7 de agosto de 2011

RAÍCES VIRREINALES DEL PERÚ REPUBLICANO






¿Hasta qué punto la guerra de emancipación liberó al Perú como república naciente? Los grupos de poder desarrollados a la sombra del coloniaje ganaron la guerra para sí, pero no para la inmensa masa analfabeta de indios, cholos, negros y criollos pobres. La historia enseña cuando es crítica, iconoclasta. Aquí el historiador nos ofrece unos puntos reflexivos creemos que oportunos, en este momento crucial para la patria castigada, que busca paz y vida a partir de una identidad nacional aún no forjada totalmente.




Escribe Juan José Vega



Muchos son quienes creen que fue fácil el surgimiento de las instituciones republicanas.



Vale la pena revisar algo del nacimiento de los poderes públicos en el país porque no fue sencillo el tránsito del virreinato a la república, a causa del lastre feudal que entonces dominaba y del cual queda todavía un buen peso.



La verdad es que en la iniciación de nuestra vida independiente lo que se formó fue una república virreinal.



Casi todos los vicios coloniales quedaron en pie, a pesar de los esfuerzos de quienes se jugaron la vida en las guerras emancipatorias. Sencillamente sucedió que los sectores tradiciones se opusieron con tenacidad a los cambios; éstos mal que mal, representaban algunos pocos pasos hacia adelante, a nivel urbano cuando menos. Rechazada la evolución, se produjeron inauditas mezclas jurídicas y un absoluto desprecio por la realidad. La ley fue ficción. Se traficó sin reparos con las aspiraciones legítimas de los pueblos. La "generación romántica" que según J.M. Mariátegui- realizó la Independencia fue desbordada. Luego vencida. No faltó Mariscal del Perú, que decepcionado de todo, se metió un tiro vestido con su uniforme de gala.



El punto que más se necesita aclarar es el de la ausencia del pueblo. El sistema republicano entonces vigente establecía el voto indirecto. De modo que el escaso porcentaje de personas alfabetas las únicas con derecho a ese voto recortado elegía a los verdaderos electores. Estos integraban una diminuta minoría pero elegían a todos, de Presidente para abajo



Estos "grandes electores" debían acreditar propiedad y/o renta. Peor todavía, en el primer Congreso del Perú como gran parte del país seguía ocupado por el Virrey de España se logró fórmulas en las cuales Cuzco, por ejemplo, acabó contando con sólo ochenta electores; Guamanga (Ayacucho) ochenta; e igual en todo lo demás. Así nació ese Parlamento de 1822. No extraña que se eligiera como Presidente a un hábil reaccionario que jamás había figurado para nada en los años previos, salvo para discretas distinciones del Estado español: el clérigo Luna Pizarro.



En general, existió un profundo menosprecio hacia el pueblo



Los grupos dominantes no creían en la igualdad democrática básica.



Eran racistas. Quien mejor expresa estos sentimientos de superioridades Felipe Pardo y Aliaga, encumbrado personaje educado en España, quien en un poema a su hijo le expresa:



“Dichoso hijo mío, tú


que veintiún años cumpliste:


dichoso que ya te hiciste


ciudadano del Perú.


Este día suspirado


celebra de buena gana


y vuelve orondo mañana


a la hacienda y esponjado


viendo que ya eres igual


según lo mandan las leyes,


al negro que unce tus bueyes


y al que te riega el maizal".



El autor del "Niño Goyito" era enemigo implacable de indios, cholos y negros (por algo fue tan opuesto a Andrés de Santa Cruz).



Dejó sus sentimientos expuestos en su decisiva acción política y a la vez en otras muchas excelentes piezas literarias. No ha sido nunca muy divulgado su poema "El Rey'", sátira contra el pueblo peruano que emergía de la noche colonial:



EL REY NUESTRO SEÑOR



Invención de estrambótico artificio,


existe un rey que por las calles vaga:


Rey de aguardiente, de tabaco y daga,


a la licencia y al motín propicio;


voluntarioso autócrata, que oficio


hace en la tierra, de ominosa plaga:


Príncipe de memoria tan aciaga,


que a nuestro Redentor llevó al suplicio;


Sultán que el freno de la ley no sufre


y de cuya injusticia no hay reintegro;


rey por Luzbel ungido con azufre;


Czar de tres tintas, indio, blanco y negro,


que rige el continente americano,


y que se llama Pueblo Soberano.



Varios otros escritores de aquella época se burlaban de los derechos del pueblo y alguno llegó a hablar, con indudable ingenio, de la "Sober asnía", mirando tanto el desconocimiento del pueblo sobre las leyes cívicas como la ignorancia crasa de muchos que intentaban representarlo en los diversos escalones del Estado, tomados al asalto por las nuevas "clases políticas".



La aristocracia colonial habría así de conservar sus privilegios económicos virreinales, aunque tuviese que ceder parte de su sitio a los nuevos grupos medios, perfectamente controlados, además. Pero como les desagradaba la presencia de los intrusos mesocráticos corruptos muchísimos las esferas tradicionales, principalmente sus exponentes más recalcitrantes, llegaron a plantear su total repudio al nuevo sistema. Anhelaron un retorno al pasado (sentimiento visible en 1865 y 1866). De hecho, bastantes criollos se fueron a España. Habían sido peruanos a la fuerza.



Juan de Arona, otro aristocrático personaje del tipo de Felipe Pardo, habría de expresar su visión sobre el sistema democrático vigente:



“Negros idiotas, chinos catecúmenos,


y blancos patrioteros mas sin fe,


que invocan a los pueblos, energúmenos,


para darles después un puntapié':



Las críticas del sector aristocrático del Perú se orientaban a todos los escalones de la sociedad; no olvidemos, además, que siendo muchos de ellos de integridad personal veían con horror el enriquecimiento desatado de tantos falsos patriotas que llegaban a los puestos públicos sólo con afán de riquezas. Como resulta obvio, la figura de la Presidencia era de las más atacadas, atendiéndose también al hecho de la escasa preparación de muchos de nuestros gobernantes. Una de las más suaves diatribas fue el punzante poema del mismo Arona, sobre los jefes de Estado:



"Mi hijo no va al colegio ni irá nunca,


toda carrera al parecer se trunca,


pues no señor, que la apariencia miente


está estudiando... para Presidente



Y muchos eran los ciudadanos deseosos de que —vía las ánforas—“los peruanos cayeran en su garra”; por eso, curiosamente, contra nuevos ricos y arribistas no faltaron aristócratas que, rechazando a los voraces grupos emergentes (allí nació casi toda nuestra "burguesía”), se acercaron un poco al pueblo. Es el caso del mentado Pardo, que en un rapto de conmiseración o asqueado de la perversión del mal civismo se apiadó del campesino, del "indio rudo".



"que proclamado libre, vive abyecto,


los puntapiés sufriendo humilde y mudo,


con que lo favorece el subprefecto.


¡Oh escarnecida libertad! ¡Tu escudo


es para el indio de pasmoso efecto!


¿Trotar a pie le mandan? -Calla y trota.


¿Votar? Recibe su papel y vota".



Y basta por hoy, que para evocaciones de otras épocas, ya es bastante.




(Publicado en el diario “La República”, el 19 de Noviembre de 1989)




Lima a principios de la República





martes, 26 de julio de 2011

LA GUERRA DE LOS VIRACOCHAS

LA RESISTENCIA INCA FRENTE A LOS ESPAÑOLES

Durante mucho tiempo, una historiografía falsaria de España y Latinoamérica difundió la especie falsa y absurda de que tras la captura y muerte del inca Atahualpa en 1533 se consumó la caída del Imperio de los Incas. Un historiador peruano, Juan José Vega, desde la década de 1960 desmontó ese abominable mito de manera documentada, demostrando que la resistencia inca se prolongó por muchos años más, y fue mucho más intensa de lo que hasta entonces se creía; que si desgraciadamente triunfaron finalmente los españoles, fue debido al apoyo que estos recibieron de muchas etnias que estaban bajo la dominación de los incas, como los Chachapoyas, Huancas y Cañaris, que sumaban cientos de miles. Lamentablemente, España y el resto de Latinoamérica está plagada de ignorantes que naturalmente desconocen estos hechos y crean estereotipos como la del peruano indolente que se dejó pisotear fácilmente por el conquistador hispano. La historia dice todo lo contrario, que al español le costó un enorme esfuerzo concretar su ambición de conquistar lo que en su momento fue el único Imperio al sur de la línea ecuatorial; miles de conquistadores hispanos que sucumbieron a lo largo y ancho de ese imperio y cuyos cráneos fueron convertidos en recipientes para libar chicha y sus pieles en forro de tambores así lo prueban fehacientemente.

Volvamos al punto. Hasta la década de 1960, la caída del Imperio de los incas se explicaba tradicionalmente atendiendo a varias causas, como por ejemplo el factor sorpresa empleado por los españoles, la presencia de animales desconocidos como los caballos y la división reinante entre los hermanos Huáscar y Atahualpa al momento de producirse la invasión española.

La tesis de la colaboración india recibida por los invasores españoles como causa primordial de la fácil derrota del Incario fue formulada por primera vez de modo concreto por Juan José Vega (1963). Por su parte, Waldemar Espinoza Soriano (1973) ofreció nuevas luces sobre el tema, estudiando el caso particular del colaboracionismo prestado a los españoles por los huancas, así también como el de la nación chachapoyana, que había ocupado su atención desde que era estudiante (1967).

La tesis de la colaboración india como causa principal del desmoronamiento del Incario se engrana perfectamente con el propugnado sobre la guerra fratricida entre Huáscar y Atahualpa. Fueron en el fondo estas rencillas las que llevaron a lo que Juan José Vega con lucidez describe en la siguiente frase: “La conquista europea tomó forma de insurrecciones regionales contra el Inca”. Por cierto que de acuerdo a esta posición la conquista no terminó con la muerte del Inca en Cajamarca, sino que recién marcó el inicio de la lucha entre hispanos y andinos, siendo el adalid de la resistencia andina el inca Manco.

A continuación, un artículo de Juan José Vega donde concisamente explica su tesis (introducción al libro LA GUERRA DE LOS VIRACOCHAS, Lima, Populibros Peruanos, 1963).


Juan José Vega



Un Inca a caballo, imagen representativa de la guerra de reconquista inca.



LA GUERRA DE LOS VIRACOCHAS
(Visión Autóctona de la Conquista del Perú)



Por: JUAN JOSÉ VEGA

Ordinariamente se ha estimado que la Conquista del Perú acabó con la ejecución de Atao Huallpa; y así se enseña todavía. Pero no existe afirmación más falsa. Cuando el Inca fue agarrotado en Cajamarca, las guerras de los conquistadores contra los caudillos indígenas no se habían iniciado aún.

En efecto, fue sólo con el anuncio de su ejecución de aquel monarca indígena que sus generales, muerto ya su señor —liberados por tanto de toda promesa de pasividad—, empezaron las campañas militares contra los cristianos. Se iniciaron entonces las cruentas guerras de la Conquista del Perú; luchas en las cuales el español tuvo siempre a su lado a decenas de miles de indios aliados. Fue aquel un prolongado proceso heroico de cien batallas hasta hoy ignoradas por nosotros. Gloriosa resistencia que nos enorgullece con varías triunfos incaicos sobre las armas hispánicas. Épicas campañas en las cuales se formó un audaz pelotón de caballería peruana; y una elemental arcabucería incaica. Larga lucha que sólo habría de cerrarse con el asesinato de Manco Inca en las montañas de Vilcabamba la Vieja.

Por estas ideas nuestro libro constituye el primer intento peruano de escribir la historia de la conquista del Perú en forma integral. Pero posee, además, otra característica, que señalamos con interés. La de presentar también la “visión de los vencidos” y no sólo la de los vencedores. Al igual que un cronista del siglo XVI podemos afirmar nosotros que hemos trabajado esta obra “prosiguiendo la descendencia de los Reyes Incas de este reyno, y lo a ellos perteneciente, sin tratar despacio las cosas de los españoles, que por otros han sido ya tratadas”. De ahí que tanto resaltemos las victorias cuzqueñas sobre las mesnadas castellanas.

Tales afirmaciones no pueden extrañar. La Conquista Española fue, en realidad, el fruto de varias guerras; y se logró en un dilatado ciclo, muy sangriento, durante el cual brilló el valor de un pueblo que se resistía a la dominación extranjera. Etapa aquella en la que, asimismo, resaltó la astucia por encima de las virtudes del soldado. Los conquistadores, en efecto, si bien empezaron utilizando a miles de indios nicaraguas, guatemalas y panamás, así como a gran cantidad de negros africanos, pronto supieron, astutamente, obtener un apoyo mucho más efectivo. Engañando a numerosos caciques peruanos, apareciendo como dioses, y ofreciendo autonomía y privilegios, así como corrompiendo a jefezuelos locales, consiguieron la adhesión de numerosos régulos indígenas. Creemos que a la osada voluntad de aventura, sumaron siempre los castellanos la treta y la trampa. Cosas corrientes en aquellos tiempos y que el Occidente por igual aplicó, en todas partes, durante la conquista del mundo.

Aquí en el Tahuantinsuyo los españoles, dotados de cerca de medio siglo de experiencia en la sujeción de América, emplearon, con gran éxito, una antiquísima máxima: dividir para vencer. Lanzando a unos indios contra otros fueron destruyendo, en cruentas batallas, a los dos fuertes núcleos incaicos: Cuzco y Quito. Pero los cristianos no sólo azuzaron los odios mortales que dividían a las aristocracias Hanan y Hurin de estas dos metrópolis. Simultáneamente favorecieron el alzamiento de poderosos curacazgos integrantes del Imperio de los Incas.

Cuzco y Quito, así, no sólo se combatieron ferozmente con trágica e implacable saña, mientras los españoles se fortalecían en el Perú. Libraron también guerras intestinas. Cuzqueños y quiteñistas hubieron de soportar dentro de sus respectivas áreas de influencia, una insurrección de curacas súbditos en varias de las más importantes comarcas del Tahuantinsuyo. Estos caudillos indígenas locales, con su ciega rebeldía, fueron instrumentos inconscientes de los cristianos en la lucha hispánica contra los principales centros incaicos.

Esta fragmentación interna fue aun más notoria cuando la gran sublevación de Manco Inca. Con tantas discordias se careció de elementos esenciales para la consecución del triunfo: simultaneidad en los pronunciamientos sincronización entre los dirigentes; unidad en la estrategia. Fue funesto a los rebeldes que, a causa de rencillas aristocráticas y de odios dinásticos, jamás lograse Manco unir a todas las fuerzas nativas; las que, juntas habrían resultado imbatibles. La sublevación carecía de mando único y, con frecuencia, los peninsulares utilizaron hábilmente a su favor estas escisiones y, atizándolas, lanzaron a unos indios contra otros.

Sucedió así que hubo varias rebeliones en lugar de una maciza. Cada señorío procedió por su cuenta, levantándose a destiempo y acatando a sus caciques, quienes no siempre mantuvieron fidelidad a las exigencias populares. Distintos régulos por rivalidad con los Incas, no prestaron suficiente respaldo al movimiento central cuzqueño. Asimismo, ciertos Curacas engañados por la perfidia del agresor, o corrompidos por los españoles, lucharon, al igual que en México, al lado de los conquistadores, siguiéndolos en tan equívoco empeño, considerables masas de indios sometidos al mandato irrefutable de esos soberanos locales.

El Inca contó de modo permanente sólo con el poderoso núcleo tribal forjador del Tahuantinsuyo: los clanes gloriosos de los Cuzcos. Estos ayllus, creadores del Imperio Incaico, fueron el alma de la insurrección. Allí, en la estrecha franja ceñida por los ríos Vilcanota y Apurímac, estuvo el baluarte principal de la resistencia. Guerreando contra España, aspiraban a reconstruir el perdido Tahuantinsuyo. Distinta fue la actitud de otros grupos nativos. En efecto, las demás “naciones” autóctonas combatientes intervinieron, aunque con valentía, sólo en una que otra fase de la Reconquista sin aceptar la supremacía de los Cuzcos. Aspiraron a su propia autonomía.

Pese a esa situación, tan adversa, las derrotas ibéricas frente al Inca fueron numerosas. Podrían relievarse las infligidas a Hernando Pizarro en Ollantaytambo y a Gonzalo Pizarro en Chuquillusca; y estas batallas no constituyeron excepción. Manco venció a diversos jefes castellanos en Pillcosuni, Curahuasí, Jauja y Yeñupay. Por años tuvo en jaque a sus enemigos. Pero esto no fue todo.

Para comprender integralmente la magnitud de la Guerra de Reconquista, cabría agregar los sitios largos de Cuzco y Lima y los encuentros ganados por los lugartenientes del Inca. Tal 31 caso de las victorias alcanzadas por Titu Yupanqui, quien, sucesivamente, deshizo cuatro ejércitos conquistadores: los de los Capitanes Diego Pizarro, Gonzalo de Tapia, Cristóbal de Mogrovejo y Alonso de Gaete. De los mílites de esas magníficas expediciones, apenas quedaron vivos unos pocos: acabaron como siervos de Manco Inca. Campaña apoteósica la de Titu Yupanqui que culminó en la fuga de las tropas de Francisco de Godoy, ante las fuerzas incásicas que avanzaban, invencibles, hacia el océano. Fue entonces cuando los cuzqueños cercaron Lima. Otros héroes victoriosos fueron Ylla Tupac y Tisoc Inca, en el centro del Imperio y en el Titicaca, respectivamente.

¡Indios contra indios! Tal fue en realidad, el secreto de la rápida conquista del Tahuantinsuyo; porque las guerras de la penetración castellana eran, esencialmente, sanguinarias campañas de unas confederaciones tribales contra otras. Atroz contienda entre indios. Espantosas guerras civiles que los españoles aprovecharon hábilmente y sin escrúpulos. Anarquía política que los castellanos supieron reforzar a través del atizamiento del espíritu levantisco de numerosos régulos indígenas contra el orden imperial incaico.

Pero la crisis dinástica incaica, al momento de la conquista española, no puede explicarlo todo. Existían factores más profundos. Al caos político indígena se agregaron elementos que no eran fruto de las circunstancias de última hora, sino derivados de la esencia misma del Tahuantinsuyo. Nos referimos a la conformación multitribal del Imperio de los Incas. Como todo Imperio, fue un Estado constituído por diversas “nacionalidades”. Vastos señoríos separados entre sí por lenguas, dioses, costumbres, leyes y tradiciones. Eran federaciones cuyas altivas aristocracias, vencidas poco tiempo atrás por los Incas, apenas si permanecían sujetas por la autoridad imperial. No existía sentimiento nacional. Al ser atacada la organización incaica en su base por los conquistadores, muchos Curacas —ingenuamente— no vacilaron en dar su decidida adhesión a los cristianos, a los cuales, con frecuencia, se vio como portadores de autonomía local.

El Tahuantinsuyo no se hallaba, pues, suficientemente cuzqueñizado al producirse la agresión hispánica. La acción Unificadora del Cuzco había durado demasiado poco; y mucho faltaba aún Para que se formara una línea mínima de conciencia nacional, que comprendiese a todos los pobladores del imperio. Por ello, en algunos casos, el nivel político, todavía poco desarrollado en el Perú pre-hispánico hizo ver a los cristianos, no como conquistadores sino como libertadores. La conquista europea tomó forma de insurrecciones regionales contra el Inca.

Los españoles fueron así penetrando al Imperio. Auxiliaban a uno u otro bando según las conveniencias del momento. Aprovechando el caos, burlando a los jefes indios, minaron toda posibilidad de resistencia organizada. Frente al arrojo de los cuzqueños que se lanzaban sin miedo Contra el acero y el fuego, pudo más la astucia de los peninsulares, quienes eran protegidos por grandes masas de indios aliados. Las energías incaicas se gastaron en la lucha fratricida. Las de Occidente, en cambio, se aplicaron en objetivos muy concretos y perfectamente determinados.

Fue en medio de estas condiciones que se hizo factible el que unos diez mil españoles conquistasen el Perú en un decenio, cayendo dos mil de ellos en la lucha. Verdaderamente, tan reducida cifra de conquistadores llamó siempre la atención porque se había descuidado el estudio de la crisis interna que sufría la sociedad incaica. Y tal vez porque, también, olvidábamos que tal clase de derrumbes se han producido numerosas veces en la historia universal. Al respecto quizás el ejemplo más categórico lo proporcione el formidable Imperio Persa. Abarcaba desde el Danubio hasta el Indo, pero fue destruído por un pequeño número de falanges de Alejandro. Ocurrió así merced a terribles tensiones internas que afrontaba Darío III Codomano; las cuales estallaron ante la presencia del conquistador macedonio. Aunque ejemplo no menos válido lo proporciona la misma España Visigótica que apenas en un par de años fue conquistada desde Gibraltar hasta los Pirineos por sólo trescientos árabes, seguidos de algo más de cinco mil auxiliares bereberes norafricanos. Las luchas internas españolas frustraron una resistencia eficaz. Tanto la aristocracia coma el pueblo estuvieron divididos; en ambos grupos hubo una fracción poderosa a favor de los musulmanes invasores.

Aquí, por igual, se desintegró el Estado Incaico. Los curacas levantados contra Cuzco o contra Quito no midieron la trascendencia de su actitud. Como carecían de una conciencia nacional única, cada aristocracia actuó conforme a lo que creyó conveniente en aquel momento. La Política, —como se ha dicho— no era aun una ciencia muy avanzada entre aquellos nuestros pueblos de totems y de magia y de sagrados señoríos. Pero sí, en cambio, la Política gozaba de plenitud de desarrollo entre los peninsulares, quienes procedían de un mundo ya en plena mentalidad lógica.

Así, mientras el Cuzco, —y con él buena parte del Tahuantinsuyo—, reconoció al principio como intocables dioses a los españoles, otorgándoles el divino nombre de Viracochas, los conquistadores, duchos en los más arteros menesteres de la guerra, mantuvieron falazmente el engaño. Poco, pues, podían hacer indios que aún creían en deidades Viracochas salidas de las aguas, contra españoles venidos de la Europa Renacentista, cuyos ídolos eran el dinero y la inteligencia. Era el enfrentamiento de la franca amoralidad política del Occidente del siglo XVI con un pueblo que aún se enorgullecía del ama llulla”, del “no mentir”.

“El fin justifica los medios”, era un pensamiento que se practicaba con naturalidad en el viejo mundo, aunque no se confesase. Aventureros salidos de esos pueblos europeos fueron los que chocaron contra la sencillez de las colectividades antiguas del Perú. No sólo se enfrentaron, pues, el hierro contra a piedra y el arcabuz a la valentía elemental. Los dos mil quinientos años de evolución histórica que separaban al Tahuantinsuyo de España se reflejaron, por cierto, en ausencia de rueda y alfabeto, de pólvora y acero, de corceles y navíos entre nuestros indios, pero también plasmó tan dilatado lapso de diferenciación cultural en una conciencia política de menor desarrollo. En una mentalidad más llana; menos capaz del complicado juego de intrigo y ardid. Recursos que tanto cuentan en toda invasión.

Por estos motivos, con mayor razón aún, rendimos honores a los guerreros indígenas, especialmente cuzqueños, que cayeron heroicamente en defensa de su patria. A los que supieron morir en los mil combates que jalonan la historia de la Conquista del Perú. Titanes de la talla de Cahuide, negados hasta ahora en las historias oficiales. Héroes que hoy el pueblo peruano empieza a recuperar de un injusto olvido.

(1963).





lunes, 25 de julio de 2011

LA REVOLUCIÓN INDÍGENA DE TÚPAC AMARU II



GENOCIDIO ESPAÑOL EN AMÉRICA, UNA VERDAD DE PUÑO.

La represión española de la gran revolución indígena de Túpac Amaru II en el Perú colonial (1780-1781) dejó un saldo pavoroso de 200.000 víctimas, una historia que pocos conocen.


Un tópico ya muy recurrente en los medios históricos hispánicos es aseverar que los españoles no cometieron genocidio en América, y que la muerte de millones de indígenas durante la Conquista fue debido a otros factores, como las epidemias. O no consideran como genocidio la represión indiscriminada de las rebeliones a lo largo de la colonia, muchas de las cuales fueron de dantescas proporciones en lo que respecta a víctimas ocasionadas, ya que según el criterio hispanista, esto es algo “normal”, tratándose de represión de sublevaciones. Sin embargo, podemos afirmar sin resquicio de duda que si hubo casos puntuales de genocidio, si se entiende por genocidio la exterminación sistemática de grupos humanos de todo tipo (no solo el racial o religioso, como generalmente se cree), incluyendo, por ejemplo, a los habitantes de una aldea o un pueblo. Fuera de los casos más conocidos en la historiografía latinoamericana, mencionamos como ejemplos el genocidio cometido por el conquistador Alonso de Alvarado en los Andes centrales del Perú, el conquistador Francisco de Chávez en Conchucos, el general José Carratalá en el pueblo de Cangallo (este caso ya bajo la época de la emancipación), y un largo etc. Las rebeliones de los indígenas, que empezaron con Manco Inca y continuaron con otras producidas a lo largo de los siglos XVI al XVIII produjeron también un saldo espantoso de víctimas, pues la represión indiscriminada no respetaba a mujeres, niños o ancianos. Pocos fuera del Perú (e incluso dentro) ignoran también el número de hombres andinos (mal llamados “indios”) que murieron en la salvaje represión de la revolución de Túpac Amaru II: los verdugos, esto es, las autoridades españoles, calcularon en unas 120.000 las víctimas, pero como quiera que la versión oficialista tiende a disminuir el número de muertos, cálculos más realistas estiman en 200.000 los peruanos sacrificados por orden y complacencia de Su Majestad Católica, cuyos descendientes aun reinan en la península ibérica, para vergüenza de la humanidad. Si se tiene en cuenta que por entonces, el número de habitantes del territorio que hoy conforma el Perú no pasaba del millón de habitantes, hablamos pues del 10 al 20% de su población; si en alguna nación moderna ocurriera esto, todos concordaríamos en que se trata de un genocidio, pero claro, los hispanistas tratan de tapar el sol con un dedo y quieren lavar el cerebro a las nuevas generaciones afirmando que no hubo genocidio, pues “esa no fue la intención de los españoles”. ¿Habrá que llamarle entonces “genocidio involuntario”? Pero esto ya suena a estupidez. Ahora nos dicen que esa ya es historia pasada, y efectivamente, ya lo es, pero molesta que entre los españoles de ahora se ignore esta historia y se desconozca los descalabros que su administración colonial ocasionó en América, mientras que su gente “docta” traten de negar o minimizar ello, aduciendo supuestas “leyendas negras” o incluso afirmen que hicieron una labor “grandiosa e incomparable” en América. ¿Algún español promedio conoce acaso quién fue José Gabriel Condorcanqui, conocido como Túpac Amaru? Cuando hacia ya casi una década visitó el Perú el presidente del gobierno español José María Aznar y fue recibido en el Salón Dorado del Palacio de Gobierno del Perú, los periodistas españoles ignoraban a quien pertenecía el retrato ensombrerado que reluce al fondo dicho salón; se cuenta que quedaron impresionados al saber que representaba a “cierto” caudillo peruano ajusticiado por los españoles durante la colonia. Se limitaron a comentar que en aquellos tiempos, nadie imaginaba que algún día España y el Perú se entenderían de igual a igual como naciones soberanas; pero, bueno está todo ello como anécdota, pero el fondo del asunto es que, aun tratándose de periodistas, la ignorancia de estos señores era tan grande como el peñón de Gibraltar y ya imaginemos el nivel cultural del resto de sus connacionales, la mayoría de los cuales ni puta idea tendrán sobre la ubicación del Perú o de algún otro país latinoamericano. Y encima quieren que rindamos honores a los descendientes de los genocidas, cada vez que algún miembro de su repugnante nobleza viene de visita a Latinoamérica. No esta demás recordar que esa “ilustre” dinastía borbónica desciende de un “perfecto idiota”, el rey Fernando VII, el mismo imbécil que celebraba los triunfos de los franceses mientras sus súbditos se batían contra los mismos luchando por su independencia. El mismo que mandaba a miles de sus soldados al matadero en que se habían convertido las colonias hispanas durante la Guerra de la Independencia Latinoamericana, sin optar por alguna otra solución que no fuera la desaforada y brutal represión, pues evidentemente su cerebro no daba para más. (Escrito por Alvaro Arditi, 25/07/2011).






A continuación, un artículo del ilustre hustoriador Juan José Vega sobre la gran revolución indígena de Túpac Amaru II.



LA REVOLUCIÓN INDÍGENA DE TÚPAC AMARU II

Por: JUAN JOSÉ VEGA

Por sus ideas y hazañas, José Gabriel Túpac Amaru es quizás el peruano más importante de la historia universal. Por tanto, el personaje del milenio.

Inteligente y audaz, José Gabriel constituía en sí mismo, en su persona, una mezcla vital: unía la autoridad de su sangre de rey inca con la impetuosidad del arriero que fue. Era convincente en el hablar y muy bueno con el lazo y el caballo. Duro con los fuertes y clemente con los pobres. José Gabriel fue a la vez astuto y decidido. Todo preveía y nada temió. Desde Tungasuca, una aldea casi inhallable en los mapas andinos, desafió al Imperio más extenso del orbe, aquel en cuyos inmensos dominios «no se ponía el sol». Peleó hasta el final y, tal como se acostumbra decir, murió en su ley.

Amparó sus avanzadas concepciones sociales con un coraje a toda prueba. Con él –además--empieza la búsqueda de nuestra unidad nacional, sobre un país atrozmente dividido y una sociedad estratificada en castas y razas. Con su acción remeció América. Ciento veinte mil muertos dejó la epopeya andina que protagonizó, y fueron sus enemigos quienes reconocieron esta cifra. Luchando con bravura, los héroes tupacamaristas cayeron gallardamente en los choques bélicos o en el cadalso. Y en las masacres.

Era varón de mucho temple. Así lo reconocieron hasta sus rivales. Preso, no desplegó los labios, aunque se le aplicase inauditos tormentos, «en lo que se le ha reconocido un valor bárbaro que admira». Poco antes del suplicio había expresado, con orgullo, a uno de sus custodios: «No diré a nadie la verdad, aunque me saquen la carne a pedazos»; y cumplió con semejante reto.

En la prisión, conociendo que la rebelión continuaba extendiéndose, trató de fugar. Quiso ponerse otra vez al frente del movimiento al saber que columnas insurgentes marcharían sobre el Cuzco. Carente de todo, con su sangre escribió un mensaje sobre un trozo de tela arrancado de sus ropas, pidiendo algunos pesos y una lima. Emociona ver la letra vacilante del héroe: usó la mano izquierda dislocada, pues el otro brazo ya estaba roto.

Pero ese gran peruano era tan recio como hábil. Acusándolo, un español de Livitaca le había rendido el mejor elogio:... «No perdona medio para conseguir sus ideas».

Así era ese Inca a caballo, aquel «Inca rey», de quien unos versos criollos dirían que «sólo trata con rigor/ al europeo tirano/ al patricio fiel, humano/ ampara y hace favores/ sin distinción de colores/ es con todos muy amable», décimas que se guardan en la Biblioteca Nacional de Madrid y que prueban la humanidad del gran caudillo andino, su anhelo de un Perú de todas las sangres, con todas las razas. Sin odios ni prejuicios, tan largamente cultivados por los opresores de entonces.

Iba triunfando en el anhelo unitario cuando lo capturaron. Si reparamos en quienes lo siguieron, hallamos campesinos, pastores, arrieros y sacerdotes pobres, pero también fragmentos de toda la sociedad colonial, negros incluso, respondiendo a sus llamados a los «paisanos de todos los colores». En su afán integrador, insistía a través de sus proclamas en llamar a filas a «mis amados criollos, indios, mestizos y zambos». Generalizando, decía «paisanos». Acogiéndose al empeño de cohesión interna lo respaldaron multitudes, pero también calificados segmentos de otros sectores, que bien pueden ser representados ante la posteridad por el criollo Felipe Bermúdez, asesor que murió al pie de un cañón, y el capitán afroperuano Antonio Oblitas, ahorcado junto al gran prócer.

Desde tierras cuzqueñas, atacó tres virreinatos: Perú, Río de la Plata y Nueva Granada, las fuerzas que movilizó combatieron sobre el suelo de siete repúblicas actuales. Perú y Bolivia, señaladamente; pero también en Argentina, Colombia, Venezuela, Panamá y Ecuador. Y se conspiró en otras tantas tierras más. Se alzó de la nada, con setenta y cinco fusiles anticuados, reciente botín de un golpe de mano. Al final, contra él, se tuvo que levar ejércitos más numerosos que los que España lanzaría más tarde contra San Martín y Bolívar. Principalmente el que comandaba el mariscal Joseph del Valle, de diecisiete mil soldados.

No menos de cien batallas y combates se libraron «a lo largo de quinientas leguas» en pos de la libertad, tanto en lucha a campo abierto como tomando ciudades. Tal vez el más remarcable de aquellos encuentros sea el de Cerro Puquinacancari, porque, como en las gestas de Sagunto o Masada de los fastos universales, los sobrevivientes optaron por el suicidio antes que caer prisioneros; hasta las mujeres se arrojaron a los abismos con sus hijos.

Casi venció nuestro Túpac Amaru, capitaneando América. Fue tal epopeya, el más vasto movimiento anticolonial del continente. Y tal vez el primero en lo que se llamó hasta hace poco el Tercer Mundo. Eran esos finales del siglo XVIII los de una Europa que aún extendía a cañonazos sus fronteras coloniales por todos los mares. Nuestro adalid hizo andar al revés el reloj de la Historia, iniciando un ciclo que luego se generalizaría cien años más tarde. Fue así un adelantado.

Todos sus seguidores lo trataron como Rey. Él quiso, a través de la aristocracia incásica, restaurar la preeminencia del Perú en América, lo cual repercutiría en los proyectos iniciales de Manuel Belgrano y hasta de Francisco de Miranda, bien iniciado el proceso libertario continental, y procuró ampliar los linderos del Imperio de los Incas. Basta ver los títulos con que cimentó el título de su coronación.

Consiguió tantos avances porque conocía la greda y la gleba del Perú y en cierta medida de América. Conocimiento directo. Porque era un autodidacta. Fue desde su cabalgadura que todo lo aprendió. Poseía una sabiduría reciente, que superó a todos los doctores de San Marcos, juntos. Pero con su mentalidad abierta, alternaba igualmente, en los altos caminos, con personajes como Ignacio de Castro, el mayor sabio de la época, y con arrieros llegados de todos los horizontes a las frecuentes ferias surandinas.

Mas no se trató solamente de, lograr una Independencia, monárquica y neoínca para el caso. Buscaba justicia social, pues bregó sin tregua contra la servidumbre de los indios y la esclavitud de los negros, lo hizo hasta dar su sangre y la de los suyos. Peleó asimismo por la libertad de pensamiento y contra la ignorancia, en anhelo de patria única que hasta ahora el Perú aguarda. Gozó, por estas razones, y «con semblante sereno», de la adhesión de miles y miles que por él murieron, proclamando en los combates o ante los verdugos a su «Padre, Rey y Redentor». En cinco idiomas. Y fue gracias a tal fe que el mito del Inca Rey (Incarrí) perdura hasta ahora. En realidad, se comportaba como un «monarca libertador».

Pero no sólo fue América. La sublevación de Túpac Amaru tuvo eco en España, Portugal, Italia, Inglaterra y hasta en Polonia. Lo más remarcable de estas repercusiones europeas es lo sucedido en la Corte de Londres, capital que por entonces manejaba los asuntos del mudo: En Italia, un exiliado peruano, Juan Pablo Viscardo y Guzmán, que alcanzaría mucho después la fama, se presentó al consulado británico en Livorno para proponer el envío de una flota a fin de respaldar al Inca. Fracasó el intento, a pesar de que los planes expuestos avanzaron un tanto; sin embargo, la celebridad le llegaría a Viscardo años más tarde, cuando en su famosa Carta asentó la partida de nacimiento de la Independencia de América toda, inspirándose tal vez en el Bando de la Coronación de Túpac Amaru en Chuquibambilla; mensaje emancipador que se reproduciría en varios lados del continente; esto ya al impulso de Francisco de Miranda, en la época inicial de Simón Bolívar; que conocía de qué modo los comuneros de El Socorro, su tierra, habían vivado al «Rey Tupa Amaru» y combatido por él. Finalmente, en España, Manuel Godoy, Príncipe de la Paz y Primer Ministro de Carlos IV, se habría de referir agudamente al caudillo andino.

Se trata, pues, del peruano más importante en la historia universal. Es de aquellos hombres que puede ser admirado por el pueblo de cualquier país del planeta, inclusive el español. Es por tal razón que se ha escrito un centenar de obras en torno a la gesta andina que protagonizó, así como miles de artículos y ensayos y docenas de poemas. Federico García filmó una película, que ha sido la más vista en el país (plebiscito indirecto). Numerosos pintores y escultores del país y algunos del extranjero han tratado de rescatar su rostro, perdido en las tinieblas (Núñez Ureta, Etna Velarde, Bravo, entre ellos). Innumerables organizaciones populares llevan su nombre como emblema. De frontera a frontera.

Inspirados en el credo de nuestro indio epónimo, numerosos americanos, sobre todo los del Perú, hemos enaltecido al prócer, aunque desde distintas perspectivas, llegándose como ocurre con Cristo mismo a diversidad de postulados, algunas veces opuestos unos a otros. De tal suerte que, si en poesía podemos preguntarnos cuál verso glorificando a Túpac Amaru es el mejor (¿el de Romualdo, el de Scorza, el de Arguedas, el de Valcárcel?), la misma disparidad contemplamos en las páginas que tratan de interpretar su pensamiento. Tomando solamente a los ciudadanos que el voto popular consagró para la primera magistratura recordaremos a Víctor Raúl Haya de la Torre, precursor de estudios tupacamaristas en el Berlín de 1924; y a quien le arrebataron el triunfo presidencial en 1931. A Fernando Belaunde Terry, desde sus discursos magistrales en el Cuzco de 1956. Y a Luis A. Eguiguren, fecundo investigador y editor de documentos del Inca Rey; patricio que fuera elegido abrumadoramente para la Presidencia de la República en las anuladas elecciones de 1936; y es su caso muy significativo por haber sido este intelectual tupacamarista el único que sucesivamente y con dignidad ostentó la presidencia de los otros dos Poderes del Estado, pues lo fue del Congreso Constituyente de 1931 y más tarde de la Corte Suprema. Aunque también es justo mencionar acá a Juan Velasco Alvarado y a Francisco Morales Bermúdez, Generales que hicieron del caudillo indio el símbolo de sus gobiernos (1968 1980); de distinto signo, sin embargo.

Existen, sin embargo, elementos de juicio más valiosos. Túpac Amaru enlaza el pasado milenario del Perú con los tiempos actuales. Aunque dispersadas las cenizas de su cuerpo entre los cerros que bordean el Cuzco, está allí, como contemplando el futuro, pues su mirada visionaria nos llega. Sencillamente porque varias de las metas que soñó, entre ellas la justicia social, aún constituyen para nosotros un objetivo. Es hombre de todas las épocas, y así, en la que le fue propia, lo apoyó gente de los más diversos estadios históricos en este poliedro que es nuestro Perú.

Los selvícolas del Inambari, desde sus colectividades primitivas; los quechuas y aimaras de los ayllus enclavados en el autocratismo andino milenario; los esclavos negros igualmente un rezago universal de otras eras; los siervos de las haciendas medioevales; y los criollos y mestizos de las sociedades urbanas paleo capitalistas de aquellos años. Pero nosotros, desde nuestra perspectiva actual, le otorgamos también fervoroso respaldo. Como se lo habríamos brindado en los hechos de haber vivido en su tiempo.

(Publicado en el diario La República de Lima, Perú – 1999).