Por Juan José Vega
“Perú, país sin
crimen ni castigo”, acostumbraba a decir Jorge Basadre, parafraseando a
Fedor Dostoyewsky y su más célebre novela. Sin crimen, claro, porque una blanda
sociedad todo lo disimulaba y fingía entenderlo; y sin castigo, porque nuestro
país era el reino de la impunidad, a causa de una mezcla de indiferencia y de
pasividad.
Contra esta concepción nada pudo la herencia incaica, en la
cual se condenaba a quienes atentasen contra el patrimonio estatal, a ser colgados
de un pie hasta que muriesen, entre convulsiones, de hambre y de sed, entre
humazos de ají. Además de nada han servido unos pocos intentos moralizadores.
Ni la energía revolucionaria de Simón Bolívar, imponiendo pena de muerte para
quienes robasen de diez pesos para arriba, ni el ímpetu reaccionario, pero
honesto, de Felipe Santiago Salaverry, restableciendo la pena capital para el
mismo delito. Y menos el anhelo de Túpac Amaru con sus "leyes
fuertes". Tampoco la integridad moral de varios mandatarios que jamás
tocaron un centavo ajeno. Ni del Fisco ni de nadie.
Uno de los más cultos europeos venidos al Perú durante el
siglo pasado, el alemán Ernst Gerstaecker, en 1864 afirmaba sin tapujos que,
desgraciadamente, "es casi
imposible descubrir en este país una combinación, pues todo está tan firmemente
coludido y tan intrincadamente, que nadie se atreve a golpear en las podridas
vigas, por temor de hacer caer todo el edificio sobre su cabeza".
Magnifica metáfora. Pero también hubo testimonios de acá.
Cierto Gran Mariscal del Perú, de cuyo nombre no queremos
acordarnos, dijo casi lo mismo respecto al presidente General Agustín Gamarra,
sosteniendo que éste (cuya historia está por escribirse) montó una verdadera
organización de pillaje del Erario Nacional. Para este "descarado saqueo" —decía— ha sido necesario que se
combinen en una compañía de malhechores las mayorías legislativas, el Consejo
de Ministros, el Presidente del Tribunal de Cuentas, el fiscal y en fin todos
los de las prefecturas.
Precisamente, sobre un período similar escribió el coronel
Juan Espinoza, héroe de Maipú, Chacabuco, Junín y Ayacucho, que el Perú había
caído en el abatimiento, "hasta el
extremo que los bandidos, condenados por los tribunales a presidio y a la pena
capital lo gobiernen, lo manden, dirijan sus elecciones y hasta lo proclamen en
lenguaje soez"; tal anotó en su olvidado "Diccionario para el
pueblo".
Amadeus Frezier, uno de los más sagaces franceses que
visitaron el Perú durante el siglo XVIII, decía: "no hay país donde la justicia sea menos severa" (II,
438).
Y es verdad
Felipe Bauzá, un español que nos visitó a mediados del siglo
XVIII, decía de los criollos "que
son complacientes en extremo y desde que se hace público un delito todos
conspiran a ocultar al reo, a disculparlo y hasta a empeñarse en su
defensa".
Todo se soportaba únicamente a cambio de que hayan cuidado
las formas.
Las formas, sí. Porque los criollos somos puntillosos en
eso. Y hemos dado plena vida a una frase siniestra: "Dios perdona el pecado, pero no el escándalo". Contra
todo esto hay que luchar.
Además, las leyes pueden ser amarradas, legalmente. "Ustedes redacten nomás la ley y a mí
déjenme el reglamento", ordenaba un viejo líder parlamentario ante una
medida contraria al grupo. El Reglamento del Congreso, por ejemplo, hace muy
lentos los antejuicios. Los plazos para tramitar las denuncias constitucionales
contra las altas autoridades públicas, establecidos en el referido Reglamento,
están desfasados con respecto a la celeridad procesal de las nuevas leyes
anticorrupción.
Ya el poeta Caviedes en la Lima del siglo XVII se había
referido en verso a ese tipo de norma jurídica: "más torcida que una ley/cuando no quieren que sirva".
Pero no se puede ir contra la ley en un gobierno democrático
aunque sea para perseguir la depravación. Este debe ser el dilema que va
resolviendo Valentin Paniagua,
Presidente de la República, en el complicado ajedrez que es el Perú hoy. Además
se nos ocurre que quizá sepa que "en
el Perú nada se clava; todo se atornilla". "El tiempo y yo valemos
dos", decía Napoleón, con todo su poderío.
El más famoso caso de peculado sucedió cuando el terrible
escándalo de la Consolidación de la Deuda Interna. Castilla había heredado este
problema de otro Presidente, el General J. R. Echenique, a quien derrocó pues
durante cuyo mandato se robó cifras muy superiores a un Presupuesto Nacional
íntegro. Castilla habría tenido que guardar en chirona a miles de ciudadanos de
las clases altas y medias, empezando por el ministro de Guerra (quien acabó
fugando a París), todas ellas enriquecidas groseramente en unos pocos años a
costa de falsificar documentos y sobornar testigos falsos con objeto de
aparecer como acreedores del Estado, por una cifra superior varias veces al
monto del Presupuesto Nacional.
Gatos despenseros
La tolerancia
En fin, las "medias tintas" han causado harto daño
cívico al país, tal como lo recuerda, varias veces, Jorge Basadre.
Por eso, casi todos los gobiernos han sido permisivos ante
el delito fiscal. Haya de la Torre señalaba en 1924, quizás con alguna
exageración, que el noventicinco por
ciento de las fortunas aquí habían sido amasadas con el saqueo del Estado;
aunque se debe mirar a que parece que él se refería también a los tiempos
coloniales.
Los de uniforme
Gente honesta de uniforme la hubo siempre; ahora también.
Una breve reseña histórica en orden cronológico tendría que incluir al olvidado
prócer de la Independencia, el primer Mariscal del Perú, Toribio de Luzuriaga,
verdadero héroe de la libertad de América, quien terminaría suicidándose en la
miseria y el exilio. Al Mariscal Domingo Nieto, que salvó el honor del Perú
batiéndose a lanza con el hercúleo Camacaro, durante la guerra con Colombia,
dejó como toda herencia su caballo de guerra. A Ramón Castilla. Al coronel
Narciso Aréstegui, creador de la novela indigenista. Al coronel Juan
Bustamante, asesinado por asfixia, por defender a los indios en Puno. Al
Mariscal Andrés A. Cáceres, que perdió casi todas sus propiedades cuando la
resistencia en La Breña. Por supuesto a Grau y Bolognesi, que trabajaron por su
cuenta como capitán mercante uno y como explorador cascarillero el otro, cuando
se distanciaron de sus instituciones. A Leoncio Prado, Alfonso Ugarte e Isaac
Recavarren, que incluso aportaron de su peculio durante la guerra con Chile. Al
mayor Teodomiro Gutiérrez Cuevas, desaparecido al finalizar una de las
rebeliones puneñas, a cuya cabeza se colocó adoptando el nombre de Rumimaqui.
Al Comandante Gustavo "Zorro" Jiménez, que resistió la expulsión del
Ejército por Leguía, trabajando como camionero, y luego se sublevó contra la
tiranía de Sánchez Cerro; acabó metiéndose un tiro antes que rendirse. Al
comandante Julio Guerrero, incorporado al Estado Mayor Alemán por Luddendorf, y
luego autor de una veintena de libros, en varios idiomas; que falleció en la
pobreza. Al General Antonio Rodríguez, quien intentó librar al Perú del
fascismo del Mariscal Benavides y murió en el empeño, ya en Palacio. Al Capitán
José Abelardo Quiñones, símbolo máximo de la aviación. Al Coronel Arturo
Hernández, autor de "Sangama" y fogoso líder descentralista. Al
General César Pando Egúsquiza. Al General Carlos Giral. Al General José del
Carmen Marín, fundador del CAEM y hombre de pensamiento moderno. Todos ellos y
otros más son emblema de miles de oficiales de hoy que rechazan tajantemente la
corrupción. Son también los vejados por los delincuentes con uniforme de hoy.
(Publicado originalmente en el diario “La República”, p. 25. Lima, Perú,
domingo 14 de enero del 2001).
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