domingo, 29 de abril de 2012

LA PARTICIPACION FEMENINA EN EL EJERCITO PERUANO


Un ejemplo de la barbarie chilena desatada durante la guerra contra el Perú de 1879-1883: EL REPASE, que lleva el sello inconfundible de la soldadesca chilena, conformada mayoritariamente por elementos del hampa o con mentalidad delincuencial. El gobierno de Chile reclutó sus tropas de los bajos fondos de la sociedad chilena, por eso los soldados chilenos se dedicaban, luego de las batallas, a asaltar, robar, violar, destruir y asesinar. Se pretende disculpar estos hechos aduciendo que “en toda guerra ocurre siempre eso”; pero esto es una media verdad: en otras guerras de países “civilizados”·, ciertamente esos excesos se pueden dar, pero no de una manera sistemática e institucionalizada; en el caso de la mal llamada “guerra del Pacífico”, la barbarie chilena fue la regla general, tolerada e incentivada por sus propios dirigentes. No existe otra nación de América que haya practicado ese tipo de guerra en tiempos contemporáneos con otra nación supuestamente “hermana”; no hay duda que por eso y por mucho más actitudes demostradas con otros países vecinos, Chile es el auténtico JUDAS de Hispanoamérica, cuya perfidia difícilmente podrá ser superada en esta parte del mundo


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LA PARTICIPACIÓN FEMENINA EN EL EJÉRCITO PERUANO
Por: Virgilio Roel Pineda

Una de las muchas diferencias relevantes existentes entre el poderío militar de Chile, enfrente del Perú y Bolivia, fue el referido a los sistemas logísticos. Los mandos chilenos incorporaron en su sistema logístico toda la experiencia europea, aunque por razones de incapacidad propia, no lo hicieron siempre bien; pero en fin, había una organización que programaba el aprovisionamiento alimenticio y de vitualla militar, con previsión del espacio y teniendo en cuenta el sostenimiento de las tropas con los medios existentes en el lugar; en el lenguaje chileno, este término quería decir robo y saqueo de las poblaciones que fueran siendo ocupadas.

El robo y el saqueo fueron una práctica que se impuso en el ejército chileno de una forma tal, que el procedimiento se utilizó como un señuelo de la soldadesca, a la que se le ofreció como atractivo que ejercieran la práctica bárbara y bestial del saqueo, y como gran parte de esas tropas provenían del hampa o tenía mentalidad delincuencial, la soldadesca chilena se lanzó a la guerra buscando el momento de asaltar, robar, violar, destruir y asesinar. Por supuesto que los mandos cumplieron casi siempre su promesa de dar libre curso al saqueo, lo que hizo que en muchas ocasiones las orgías homicidas de las tropas chilenas pusiera en peligro la misma seguridad de los cuerpos castrenses; ese fue el caso, por ejemplo, de la noche y el día en que fue saqueado, incendiado y destruido Chorrillos, ocasión en que los soldados chilenos, en la cúspide de su dantesco festín, se asesinaban entre ellos, porque ya habían acabado con la población civil indefensa, contándose 300 muertos chilenos por tal desenfreno; en ese momento, Cáceres estaba seguro que un ataque peruano pudo haber aplastado a los invasores, sobresaturados de licor. Un indicador del estado de ánimo de esas tropas lo expresa el hecho que, cuando los mandos chilenos se comprometieron ante el cuerpo consular a no saquear Lima (después de la batalla de Miraflores), tuvieron dificultades con sus tropas porque éstas querían que sus jefes cumplieran su promesa de permitirles el saqueo, el incendio, la destrucción y el robo de la capital peruana. Esta inclinación básicamente criminal es la que siempre conservó y cultiva el ejército chileno.

La logística del ejército peruano, en cambio, era rudimentaria y, además, su administración era ejercida sin mucha honradez por los habilitados. Por eso, con mucha frecuencia, había falta de vituallas y de alimentos; y como la cocina era habitualmente mal conducida, simplemente la fuerza armada peruana no hubiera podido existir sin la (compañera del soldado. Esto no es una frase, es una inconmovible realidad histórica: hasta fines del Siglo XIX, los ejércitos peruanos no habrían podido supervivir, o mejor digamos, no serían siquiera imaginables sin esa india modesta que iba tras su marido o su compañero que había sido enrolado; ella no pidió nunca nada, ni reclamó ningún reconocimiento y siempre estuvo dispuesta a realizar toda clase de sacrificios. Sus antecesoras son las esposas de los soldados que en el incario iban a todas las campañas, porque el ejército tawantinsuyano en esto fue, como en muchas cosas, excepcional: era mixto, femenino y masculino; nunca el soldado inca podía ir solo al combate, porque la unidad hombre-mujer tenía que estar siempre presente. Esta es una de las causas que explican la generosidad, el respeto y la casi suavidad con que los incas condujeron su política militar. Después, en los largos años de la colonia, la mujer vuelve a tomar su papel activo en las fuerzas libertarias, siempre al lado de su compañero, atendiéndolo, pero también combatiendo a su lado con singular bravura, tal como lo haría en todas las guerras republicanas.

En la Guerra del Salitre nuevamente la vemos preocupándose de la alimentación del soldado, así como de su atención general; va con los reclutas a los arenales de Tarapacá y asiste a los combates, atiende a sus heridos y entierra a sus muertos; y sin tiempo siquiera para disfrutar del triunfo, participa en la terrible marcha a través del peor desierto del mundo, para alcanzar Arica; en el trayecto, mientras la tropa acampa de día, ella busca hierbas y caza animales para improvisar una magra pero salvadora comida, y sin tomarse ningún descanso, cura a los heridos y a los lacerados, y cuando llega la noche se echa al hombro los menajes, los recipientes con el poco liquido que había conseguido y ayuda llevando parte de la impedimenta; con toda esa carga ala espalda marchó con pies descalzos al paso persistente y uniforme de la columna. Y como si todo eso fuera poco, saca energías no se sabe de dónde, para ayudar a los soldados rezagados y para dar aliento a quienes llegaban al límite de su resistencia; y cuando, tras la infernal marcha, los sobrevivientes arribaron al puerto de Anca, esas mujeres sublimes se desprendieron de las formaciones, porque estaban demasiado ocupadas para recibir los homenajes que se prodigaron a los héroes.

Esas increíbles mujeres asistieron a toda la campaña de Tacna; muchas murieron en los campos del Alto de la Alianza (o del cerro Intiorqo). Tampoco faltaron a la cita del Morro de Anca; en su notable humildad, asistieron al drama con enorme valor; probablemente se inquietaron algo por lo que habría de venir, pero ninguna faltó al combate del Morro, efectuado el 7 de junio de 1880: permanecieron firmes durante el asalto enemigo y muchas murieron defendiendo a sus compañeros, cuando fueron objeto del repase a cuchillo; en todo caso, ninguna retrocedió. Dando fe de su heroicidad infinitamente modesta, 300 de estas mujeres cayeron como prisioneras de guerra, a manos del enemigo.

Debido a las gestiones realizadas por el Presidente de la Asociación de la Cruz Roja, J.A. Roca, esas 300 mujeres, prisioneras de guerra, fueron embarcadas en Arica con destino al Callao, a donde llegaron el 22 de junio. En este puerto, tomaron sus pocas pertenencias y así como lo habían hecho las indias apresadas en Pisagua y San Francisco, calladamente tomaron el camino de sus pueblos, a donde llegaron a pie. Sus nombres ni siquiera son recordados, y si alguien los registró, pronto fueron echados al olvido, sin que jamás ellas reclamaran.

Pero tampoco se recuerdan los nombres de esas otras indiecitas, tan amorosas y tan inacabablemente heroicas, que acompañaron a los reclutas que defendieron Lima, ni a las que hicieron toda la campaña de la Breña. A ellas tampoco les importó que sus nombres fueran incluídos en alguna lista; para ellas, vivir sacrificada y heroicamente era un deber que lo asumieron con desconcertante simplicidad.

Y como si el olvido no fuera suficientemente ingrato, ciertas gentes pretendieron ridiculizarlas llamándolas «rabonas»; a ellas cuya grandeza contrasta con la pequeñez de quienes así las han tratado siempre.

(Tomado de: Historia del Perú. Independencia y República. En el proceso Americano y Mundial. Pág. 208-210. GH Herrera Editores).