.
LA PARTICIPACIÓN FEMENINA EN EL EJÉRCITO PERUANO
Por: Virgilio Roel Pineda
Una de las muchas diferencias relevantes existentes entre el
poderío militar de Chile, enfrente del Perú y Bolivia, fue el referido a los
sistemas logísticos. Los mandos chilenos incorporaron en su sistema logístico
toda la experiencia europea, aunque por razones de incapacidad propia, no lo
hicieron siempre bien; pero en fin, había una organización que programaba el
aprovisionamiento alimenticio y de vitualla militar, con previsión del espacio
y teniendo en cuenta el sostenimiento de las tropas con los medios existentes
en el lugar; en el lenguaje chileno, este término quería decir robo y saqueo de
las poblaciones que fueran siendo ocupadas.
El robo y el saqueo fueron una práctica que se impuso en el
ejército chileno de una forma tal, que el procedimiento se utilizó como un
señuelo de la soldadesca, a la que se le ofreció como atractivo que ejercieran
la práctica bárbara y bestial del saqueo, y como gran parte de esas tropas
provenían del hampa o tenía mentalidad delincuencial, la soldadesca chilena se
lanzó a la guerra buscando el momento de asaltar, robar, violar, destruir y
asesinar. Por supuesto que los mandos cumplieron casi siempre su promesa de dar
libre curso al saqueo, lo que hizo que en muchas ocasiones las orgías homicidas
de las tropas chilenas pusiera en peligro la misma seguridad de los cuerpos
castrenses; ese fue el caso, por ejemplo, de la noche y el día en que fue
saqueado, incendiado y destruido Chorrillos, ocasión en que los soldados
chilenos, en la cúspide de su dantesco festín, se asesinaban entre ellos,
porque ya habían acabado con la población civil indefensa, contándose 300
muertos chilenos por tal desenfreno; en ese momento, Cáceres estaba seguro que
un ataque peruano pudo haber aplastado a los invasores, sobresaturados de
licor. Un indicador del estado de ánimo de esas tropas lo expresa el hecho que,
cuando los mandos chilenos se comprometieron ante el cuerpo consular a no
saquear Lima (después de la batalla de Miraflores), tuvieron dificultades con
sus tropas porque éstas querían que sus jefes cumplieran su promesa de
permitirles el saqueo, el incendio, la destrucción y el robo de la capital
peruana. Esta inclinación básicamente criminal es la que siempre conservó y
cultiva el ejército chileno.
La logística del ejército peruano, en cambio, era rudimentaria
y, además, su administración era ejercida sin mucha honradez por los
habilitados. Por eso, con mucha frecuencia, había falta de vituallas y de
alimentos; y como la cocina era habitualmente mal conducida, simplemente la
fuerza armada peruana no hubiera podido existir sin la (compañera del soldado.
Esto no es una frase, es una inconmovible realidad histórica: hasta fines del
Siglo XIX, los ejércitos peruanos no habrían podido supervivir, o mejor
digamos, no serían siquiera imaginables sin esa india modesta que iba tras su
marido o su compañero que había sido enrolado; ella no pidió nunca nada, ni
reclamó ningún reconocimiento y siempre estuvo dispuesta a realizar toda clase
de sacrificios. Sus antecesoras son las esposas de los soldados que en el incario
iban a todas las campañas, porque el ejército tawantinsuyano en esto fue, como
en muchas cosas, excepcional: era mixto, femenino y masculino; nunca el soldado
inca podía ir solo al combate, porque la unidad hombre-mujer tenía que estar
siempre presente. Esta es una de las causas que explican la generosidad, el
respeto y la casi suavidad con que los incas condujeron su política militar.
Después, en los largos años de la colonia, la mujer vuelve a tomar su papel
activo en las fuerzas libertarias, siempre al lado de su compañero,
atendiéndolo, pero también combatiendo a su lado con singular bravura, tal como
lo haría en todas las guerras republicanas.
En la Guerra del Salitre nuevamente la vemos preocupándose
de la alimentación del soldado, así como de su atención general; va con los
reclutas a los arenales de Tarapacá y asiste a los combates, atiende a sus
heridos y entierra a sus muertos; y sin tiempo siquiera para disfrutar del
triunfo, participa en la terrible marcha a través del peor desierto del mundo,
para alcanzar Arica; en el trayecto, mientras la tropa acampa de día, ella
busca hierbas y caza animales para improvisar una magra pero salvadora comida,
y sin tomarse ningún descanso, cura a los heridos y a los lacerados, y cuando
llega la noche se echa al hombro los menajes, los recipientes con el poco
liquido que había conseguido y ayuda llevando parte de la impedimenta; con toda
esa carga ala espalda marchó con pies descalzos al paso persistente y uniforme
de la columna. Y como si todo eso fuera poco, saca energías no se sabe de
dónde, para ayudar a los soldados rezagados y para dar aliento a quienes
llegaban al límite de su resistencia; y cuando, tras la infernal marcha, los
sobrevivientes arribaron al puerto de Anca, esas mujeres sublimes se desprendieron
de las formaciones, porque estaban demasiado ocupadas para recibir los
homenajes que se prodigaron a los héroes.
Esas increíbles mujeres asistieron a toda la campaña de
Tacna; muchas murieron en los campos del Alto de la Alianza (o del cerro
Intiorqo). Tampoco faltaron a la cita del Morro de Anca; en su notable
humildad, asistieron al drama con enorme valor; probablemente se inquietaron
algo por lo que habría de venir, pero ninguna faltó al combate del Morro,
efectuado el 7 de junio de 1880: permanecieron firmes durante el asalto enemigo
y muchas murieron defendiendo a sus compañeros, cuando fueron objeto del repase
a cuchillo; en todo caso, ninguna retrocedió. Dando fe de su heroicidad
infinitamente modesta, 300 de estas mujeres cayeron como prisioneras de guerra,
a manos del enemigo.
Debido a las gestiones realizadas por el Presidente de la
Asociación de la Cruz Roja, J.A. Roca, esas 300 mujeres, prisioneras de guerra,
fueron embarcadas en Arica con destino al Callao, a donde llegaron el 22 de
junio. En este puerto, tomaron sus pocas pertenencias y así como lo habían
hecho las indias apresadas en Pisagua y San Francisco, calladamente tomaron el
camino de sus pueblos, a donde llegaron a pie. Sus nombres ni siquiera son
recordados, y si alguien los registró, pronto fueron echados al olvido, sin que
jamás ellas reclamaran.
Pero tampoco se recuerdan los nombres de esas otras
indiecitas, tan amorosas y tan inacabablemente heroicas, que acompañaron a los
reclutas que defendieron Lima, ni a las que hicieron toda la campaña de la
Breña. A ellas tampoco les importó que sus nombres fueran incluídos en alguna
lista; para ellas, vivir sacrificada y heroicamente era un deber que lo
asumieron con desconcertante simplicidad.
Y como si el olvido no fuera suficientemente ingrato,
ciertas gentes pretendieron ridiculizarlas llamándolas «rabonas»; a ellas cuya
grandeza contrasta con la pequeñez de quienes así las han tratado siempre.
(Tomado de: Historia del Perú. Independencia y República. En
el proceso Americano y Mundial. Pág. 208-210. GH Herrera Editores).